En la última sabatina, el presidente Correa criticó la declaratoria del
Ecuador como territorio libre de semillas y cultivos transgénicos que se
encuentra en la Constitución, a la que calificó de novelería. Lamentaba
no haberse impuesto en el buró político de Alianza PAÍS cuando se tomó una
decisión al respecto en tiempos de la Asamblea Constituyente. Según él, esa era
una idea del entonces presidente de la Constituyente, Alberto Acosta,
ecologista infantil recalcitrante, a la que él no supo sobreponerse. Un
ataque más contra la Constitución, el sumak kawsay y los
derechos de la naturaleza. No abundaremos aquí sobre los potenciales riesgos
sanitarios que implican los transgénicos, por el momento en buena medida
desconocidos, sino que preferiremos alimentar la discusión con algunos
elementos corolarios.
Al parecer, al presidente no le parecen suficientes las excepciones
contempladas en la Constitución, pues en caso de interés nacional, puede
permitir la introducción de transgénicos al país, previa autorización de la
Asamblea Nacional. La mayoría que se requiere es simple, según la Ley Orgánica
de la Función Legislativa, cuando en realidad, al tratarse de un tema tan
delicado se debería contar con el mayor consenso posible. Lo ideal sería que se
requiera una mayoría de dos tercios. En todo caso, al presidente no le costaría
mucho armar una mayoría dispuesta a introducir transgénicos al país, pues dudo
que a las bancadas de la derecha, como la del PRIAN o la del PSC les interese
la prohibición constitucional de los transgénicos. De modo que no se entienden estas
declaraciones fuera del contexto electoral: probablemente se trataba de una
manera de desprestigiar a Alberto Acosta, presentándolo como un ecologista
radical y dogmático, justo en el momento en que su designación como candidato
presidencial de la Coordinadora de las Izquierdas parecía inminente.
Contrariamente a lo que dijo el presidente, es un mito creer que las
semillas transgénicas permiten a los cultivos estar a salvo de duras
condiciones climáticas, como las heladas. Los transgénicos están diseñados
básicamente para resistir a las plagas y los herbicidas. Acción Ecológica
señala, de hecho, que el 70% de los transgénicos en el mundo son en realidad soya
resistente al glifosato [1]. Es curioso ver a un
gobierno que, con acierto, criticó duramente las fumigaciones con glifosato
operadas por el ejército colombiano a lo largo de la frontera y que incluso
llevó el caso a la corte de La Haya, formular ahora el deseo de introducir
cultivos transgénicos que permitan generalizar su uso en todo el país. El
problema de las fumigaciones con glifosato no era sólo de soberanía o de
destrucción de los cultivos de los campesinos ecuatorianos que viven cerca de
la frontera, era también una cuestión de salud pública, pues el glifosato ponía
en riesgo la salud de los habitantes de la zona. Por lo tanto, resulta
inconsecuente y peligroso pretender ahora generalizar ese riesgo sanitario a
todo el país.
Por otra parte, si el 70% de los transgénicos corresponde a la soya
resistente al glifosato, ¿cuál es el plan detrás de la intención gubernamental
de permitir el uso de organismos genéticamente modificados? ¿Convertirnos en
grandes productores de soya, al estilo de Brasil, Argentina o Paraguay? Para el
efecto, los cultivos de soya requerirían grandes extensiones de tierra que por
el contrario podrían usarse para la producción de alimentos. El riesgo de que
la producción nacional de alimentos sea insuficiente para el consumo y de que,
por ende, sea necesario recurrir a las importaciones, es más elevado. Este
esquema contradiría entonces el principio de soberanía alimentaria inscrito en
la Constitución.
Pero imaginemos que al gobierno no le interese la introducción de soya,
sino más bien de maíz transgénico, para beneficiar a los pequeños productores
(digo imaginemos porque el presidente no ha dado mayores precisiones al
respecto). Uno de los mayores problemas del maíz transgénico, y de cualquier
semilla genéticamente modificada en general (a más del desconocido riesgo
sanitario que implica), es que las semillas son caras y duran por lo general un
ciclo, lo que obliga a los campesinos a comprar constantemente semillas y los
pone bajo la dependencia de los grandes grupos distribuidores de semillas
transgénicas de los países desarrollados, como Monsanto. Para un gobierno que
se jacta de ser antiimperialista y que no cesa de criticar a las
transnacionales, es bastante peculiar.
Después de designar a la prohibición de los transgénicos en la
Constitución como una novelería, los siguientes en la lista sean
tal vez la consulta previa, la plurinacionalidad, la soberanía alimentaria, la
imprescriptibilidad de los delitos ambientales o los propios derechos de la
naturaleza. Dios, ¡sálvanos de las novelerías de los ecologistas infantiles!
[1]
“Acción Ecológica rechaza posibilidad de incrementar transgénicos en Ecuador”, Ecuadorinmediato, 3 de septiembre de
2012, http://www.ecuadorinmediato.com/index.php?module=Noticias&func=news_user_view&id=180718&umt=accif3n_ecolf3gica_rechaza_posibilidad_de_incrementar_transge9nicos_en_ecuador