Tras su
elección como candidato de la Coordinadora Plurinacional para la Unidad de las
Izquierdas, Alberto Acosta puntualizó sus diferencias con el gobierno de Rafael
Correa en materia ambiental. Señaló, entre otras cosas, que no aceptaría el
desarrollo de un programa nuclear civil en el país. Su posición contrasta con
la de Rafael Correa, conspicuo defensor del polémico programa nuclear iraní, a
nombre del derecho de cada país a desarrollar programas nucleares con fines
pacíficos. Pero no contento con salir en defensa de Irán, el presidente Correa
ha afirmado, en reiteradas ocasiones, que el gobierno exploraría la posibilidad
de recurrir a la energía nuclear en el país. Incluso se firmó en el 2009 un
convenio de cooperación con Rusia para poner en marcha un programa de
desarrollo nuclear con fines pacíficos. En el 2011, después del terremoto y el
tsunami que asolaron a Japón, el presidente señaló que la catástrofe de
Fukushima no impediría que el gobierno siguiera estudiando la viabilidad de un
proyecto nuclear civil. La pregunta es: ¿queremos realmente desarrollar la
energía nuclear en el país?
Los defensores del
átomo señalan que se trata de una energía limpia, ya que no produce gases de
efecto invernadero. Sin embargo, el problema de los desechos radioactivos y el
de la extracción del uranio contradicen esta idea. Uno de los rompederos de
cabeza más agudos de la energía nuclear, es el manejo de los desechos
radioactivos, pues parte de ellos tardan muchísimo tiempo en perder su
nocividad. Pero lo único que se puede hacer es ponerlos bajo tierra, esperando
que no se produzca ningún contratiempo (como un terremoto que destruya los contenedores
subterráneos) hasta que dejen de ser peligrosos.
Por otra parte,
para alimentar un reactor se necesita uranio. Hay dos opciones para
conseguirlo: importarlo, lo que compromete la soberanía energética del país, o extraerlo
en el Ecuador, pero para el efecto habría que recurrir a la minería a gran
escala. No abundaremos aquí sobre los riesgos ambientales y sociales de la mega-minería
ni insistiremos sobre cómo esta es incompatible con los derechos de la
naturaleza consagrados en la actual Constitución, pues ya se lo ha hecho hasta
la saciedad. Nos contentaremos con decir que si la energía nuclear requiere
minería a cielo abierto y produce deshechos nucleares extremadamente
peligrosos, entonces no es la panacea ecológica que el presidente quiere vender.
Al impacto ambiental
de la energía nuclear, se añade el riesgo que supone la presencia de un reactor
nuclear en un país sísmico como el Ecuador. Por más avanzada que esté la
tecnología, nunca se puede descartar la posibilidad de un accidente. Dos catástrofes
tan graves como las de Chernóbil y Fukushima en dos de los cuatrocientos
reactores que existen en el mundo en sólo 25 años es una tasa demasiado alta
para ser ignorada. Que un país tan desarrollado como Japón quede totalmente
indefenso frente a un accidente nuclear también debería hacer reflexionar.
Rechazar la
energía nuclear no implica considerar que la tecnología es mala, como lo piensa
el presidente. Por el contrario, descartar la solución nuclear es dar un paso
decisivo hacia la modernización energética del país. La energía nuclear es una
energía del pasado. Varios países europeos han decidido renunciar
definitivamente a esta opción, como Suiza, Austria o Bélgica. En Italia, mediante
sendos referéndums organizados después de las catástrofes de Chernóbil y de
Fukushima, primero se suspendió la producción de energía nuclear para 1990 con
cerca de 80% de los votos válidos, y luego, tras los intentos de Berlusconi de
dar marcha atrás, se confirmó la prohibición de la energía nuclear con el 94%
de los votos válidos. Ambas consultas populares fueron vinculantes pues tuvieron
una participación superior al 50%. En Alemania, un país con un poderosísimo
movimiento antinuclear, la coalición de social-demócratas y verdes que llegó al
poder en 1998 decidió cerrar todas las plantas nucleares del país a más tardar
en el 2022. Luego, Angela Merkel intentó prolongar por algunos años más la vida
de la mayoría de los reactores, pero las multitudinarias manifestaciones
anti-nucleares que se produjeron en Alemania tras la catástrofe de Fukushima
obligaron al gobierno a dar marcha atrás y confirmar la vigencia de la ley
aprobada por social-demócratas y ecologistas. En otras palabras, en diez años,
Alemania habrá cerrado su última planta nuclear.
El caso de
Francia es más delicado. En este país, la energía nuclear tiene un peso mucho
mayor, pues representa alrededor del 75% de la producción nacional de energía, y
es considerada como un instrumento de independencia y soberanía del país (el
iniciador del programa nuclear militar y civil francés fue Charles de Gaulle,
defensor a ultranza de la grandeur de
Francia). Tras intensos debates, el partido socialista, hoy en el poder, llegó
a un acuerdo con los verdes de cara a las elecciones de 2012, no para abandonar
la energía nuclear, como lo reclamaban los ecologistas, pero por lo menos para
reducir la proporción de la energía nuclear en la producción nacional de
energía de cerca del 75% a menos del 50% para el 2025. La contraparte a todos
estos programas de suspensión o reducción de la producción de energía nuclear
es la adopción de ambiciosos planes de estímulo al desarrollo de energías
renovables.
De aprobarse un
programa nuclear civil en el Ecuador, se evidenciaría un doble atraso. Primero
a nivel de la decisión: mientras el gobierno ecuatoriano explora la solución
nuclear, varios países europeos ya decidieron dejarla de lado definitivamente.
Luego, a nivel de los hechos: el propio presidente afirmó que no se desarrolla
un programa nuclear civil de la noche a la mañana, y que habría que esperar
unos 15 años hasta que se inaugure el primer reactor. Es decir que empezaríamos
a generar energía nuclear unos tres o cuatro años después de que Alemania haya dejado de usarla... El Ecuador
empezaría a producir energía nuclear precisamente cuando varios países europeos
estarán cerrando sus últimos reactores.
El Ecuador
debería seguir el ejemplo de estos países y no embarcarse en una aventura
nuclear de la que justamente varios Estados europeos están intentando salir a
mediano plazo, más aún cuando el Ecuador dispone de alternativas. El Ecuador
posee un inmenso potencial en materia de energías renovables, como la energía
hidroeléctrica. Pero la solución no son los megaproyectos como la represa
Coca-Codo-Sinclair, que tendrá un impacto sobre el turismo por la destrucción
de la cascada de San Rafael, sobre la fauna y la flora por la alteración del
caudal del río, o sobre las finanzas públicas (pues es un proyecto muy costoso,
financiado por la deuda china). Se debe privilegiar un sistema energético
descentralizado, menos vulnerable, más cercano a los ciudadanos y las
comunidades, con un impacto ambiental mínimo, mediante proyectos
hidroeléctricos de pequeña y mediana escala, a lo que habría que añadir la
energía solar, eólica, geotérmica y mareomotriz que el Ecuador podría explotar
con mucho provecho.
Los
biocombustibles también son una alternativa, siempre y cuando provengan de
desechos orgánicos y no de plantaciones. Las plantaciones dedicadas a los biocombustibles
responden a un sistema basado en una producción intensiva y el monocultivo, que
favorece a los grandes hacendados, empobrece la tierra y alienta la
desforestación. Sería lamentable reproducir en el Ecuador la expansión
indiscriminada de las plantaciones de palma que acabaron con el bosque tropical
de Borneo, una de las regiones más biodiversas del mundo. Se trata de un
sistema basado, además, en el uso de organismos genéticamente modificados: buena
parte de los transgénicos del mundo se usan en las plantaciones de
biocombustibles. Además, el desarrollo de estos se produce, por lo general, en
detrimento de la producción de alimentos, y crea una tendencia al alza de los
precios agrícolas, por lo que atenta contra la soberanía alimentaria que
protege la Constitución de Montecristi.
A todas luces,
el Ecuador dispone de numerosas alternativas energéticas. Simplemente hace
falta voluntad política para que sean viables. No parece ser el caso del
gobierno que, por el contrario, privilegia mega-proyectos hidroeléctricos, no
excluye el desarrollo de un programa nuclear y proclama de interés nacional la
producción de biocombustibles. Una vez más, queda al descubierto la
contradicción entre el discurso del gobierno sobre los derechos de la
naturaleza y su errática política energética y ambiental.