domingo, 14 de octubre de 2012

¿Energía nuclear o sumak kawsay?


Tras su elección como candidato de la Coordinadora Plurinacional para la Unidad de las Izquierdas, Alberto Acosta puntualizó sus diferencias con el gobierno de Rafael Correa en materia ambiental. Señaló, entre otras cosas, que no aceptaría el desarrollo de un programa nuclear civil en el país. Su posición contrasta con la de Rafael Correa, conspicuo defensor del polémico programa nuclear iraní, a nombre del derecho de cada país a desarrollar programas nucleares con fines pacíficos. Pero no contento con salir en defensa de Irán, el presidente Correa ha afirmado, en reiteradas ocasiones, que el gobierno exploraría la posibilidad de recurrir a la energía nuclear en el país. Incluso se firmó en el 2009 un convenio de cooperación con Rusia para poner en marcha un programa de desarrollo nuclear con fines pacíficos. En el 2011, después del terremoto y el tsunami que asolaron a Japón, el presidente señaló que la catástrofe de Fukushima no impediría que el gobierno siguiera estudiando la viabilidad de un proyecto nuclear civil. La pregunta es: ¿queremos realmente desarrollar la energía nuclear en el país?

Los defensores del átomo señalan que se trata de una energía limpia, ya que no produce gases de efecto invernadero. Sin embargo, el problema de los desechos radioactivos y el de la extracción del uranio contradicen esta idea. Uno de los rompederos de cabeza más agudos de la energía nuclear, es el manejo de los desechos radioactivos, pues parte de ellos tardan muchísimo tiempo en perder su nocividad. Pero lo único que se puede hacer es ponerlos bajo tierra, esperando que no se produzca ningún contratiempo (como un terremoto que destruya los contenedores subterráneos) hasta que dejen de ser peligrosos.

Por otra parte, para alimentar un reactor se necesita uranio. Hay dos opciones para conseguirlo: importarlo, lo que compromete la soberanía energética del país, o extraerlo en el Ecuador, pero para el efecto habría que recurrir a la minería a gran escala. No abundaremos aquí sobre los riesgos ambientales y sociales de la mega-minería ni insistiremos sobre cómo esta es incompatible con los derechos de la naturaleza consagrados en la actual Constitución, pues ya se lo ha hecho hasta la saciedad. Nos contentaremos con decir que si la energía nuclear requiere minería a cielo abierto y produce deshechos nucleares extremadamente peligrosos, entonces no es la panacea ecológica que el presidente quiere vender.

Al impacto ambiental de la energía nuclear, se añade el riesgo que supone la presencia de un reactor nuclear en un país sísmico como el Ecuador. Por más avanzada que esté la tecnología, nunca se puede descartar la posibilidad de un accidente. Dos catástrofes tan graves como las de Chernóbil y Fukushima en dos de los cuatrocientos reactores que existen en el mundo en sólo 25 años es una tasa demasiado alta para ser ignorada. Que un país tan desarrollado como Japón quede totalmente indefenso frente a un accidente nuclear también debería hacer reflexionar.

Rechazar la energía nuclear no implica considerar que la tecnología es mala, como lo piensa el presidente. Por el contrario, descartar la solución nuclear es dar un paso decisivo hacia la modernización energética del país. La energía nuclear es una energía del pasado. Varios países europeos han decidido renunciar definitivamente a esta opción, como Suiza, Austria o Bélgica. En Italia, mediante sendos referéndums organizados después de las catástrofes de Chernóbil y de Fukushima, primero se suspendió la producción de energía nuclear para 1990 con cerca de 80% de los votos válidos, y luego, tras los intentos de Berlusconi de dar marcha atrás, se confirmó la prohibición de la energía nuclear con el 94% de los votos válidos. Ambas consultas populares fueron vinculantes pues tuvieron una participación superior al 50%. En Alemania, un país con un poderosísimo movimiento antinuclear, la coalición de social-demócratas y verdes que llegó al poder en 1998 decidió cerrar todas las plantas nucleares del país a más tardar en el 2022. Luego, Angela Merkel intentó prolongar por algunos años más la vida de la mayoría de los reactores, pero las multitudinarias manifestaciones anti-nucleares que se produjeron en Alemania tras la catástrofe de Fukushima obligaron al gobierno a dar marcha atrás y confirmar la vigencia de la ley aprobada por social-demócratas y ecologistas. En otras palabras, en diez años, Alemania habrá cerrado su última planta nuclear.

El caso de Francia es más delicado. En este país, la energía nuclear tiene un peso mucho mayor, pues representa alrededor del 75% de la producción nacional de energía, y es considerada como un instrumento de independencia y soberanía del país (el iniciador del programa nuclear militar y civil francés fue Charles de Gaulle, defensor a ultranza de la grandeur de Francia). Tras intensos debates, el partido socialista, hoy en el poder, llegó a un acuerdo con los verdes de cara a las elecciones de 2012, no para abandonar la energía nuclear, como lo reclamaban los ecologistas, pero por lo menos para reducir la proporción de la energía nuclear en la producción nacional de energía de cerca del 75% a menos del 50% para el 2025. La contraparte a todos estos programas de suspensión o reducción de la producción de energía nuclear es la adopción de ambiciosos planes de estímulo al desarrollo de energías renovables.

De aprobarse un programa nuclear civil en el Ecuador, se evidenciaría un doble atraso. Primero a nivel de la decisión: mientras el gobierno ecuatoriano explora la solución nuclear, varios países europeos ya decidieron dejarla de lado definitivamente. Luego, a nivel de los hechos: el propio presidente afirmó que no se desarrolla un programa nuclear civil de la noche a la mañana, y que habría que esperar unos 15 años hasta que se inaugure el primer reactor. Es decir que empezaríamos a generar energía nuclear unos tres o cuatro años después de que Alemania haya dejado de usarla... El Ecuador empezaría a producir energía nuclear precisamente cuando varios países europeos estarán cerrando sus últimos reactores.

El Ecuador debería seguir el ejemplo de estos países y no embarcarse en una aventura nuclear de la que justamente varios Estados europeos están intentando salir a mediano plazo, más aún cuando el Ecuador dispone de alternativas. El Ecuador posee un inmenso potencial en materia de energías renovables, como la energía hidroeléctrica. Pero la solución no son los megaproyectos como la represa Coca-Codo-Sinclair, que tendrá un impacto sobre el turismo por la destrucción de la cascada de San Rafael, sobre la fauna y la flora por la alteración del caudal del río, o sobre las finanzas públicas (pues es un proyecto muy costoso, financiado por la deuda china). Se debe privilegiar un sistema energético descentralizado, menos vulnerable, más cercano a los ciudadanos y las comunidades, con un impacto ambiental mínimo, mediante proyectos hidroeléctricos de pequeña y mediana escala, a lo que habría que añadir la energía solar, eólica, geotérmica y mareomotriz que el Ecuador podría explotar con mucho provecho.

Los biocombustibles también son una alternativa, siempre y cuando provengan de desechos orgánicos y no de plantaciones. Las plantaciones dedicadas a los biocombustibles responden a un sistema basado en una producción intensiva y el monocultivo, que favorece a los grandes hacendados, empobrece la tierra y alienta la desforestación. Sería lamentable reproducir en el Ecuador la expansión indiscriminada de las plantaciones de palma que acabaron con el bosque tropical de Borneo, una de las regiones más biodiversas del mundo. Se trata de un sistema basado, además, en el uso de organismos genéticamente modificados: buena parte de los transgénicos del mundo se usan en las plantaciones de biocombustibles. Además, el desarrollo de estos se produce, por lo general, en detrimento de la producción de alimentos, y crea una tendencia al alza de los precios agrícolas, por lo que atenta contra la soberanía alimentaria que protege la Constitución de Montecristi.

A todas luces, el Ecuador dispone de numerosas alternativas energéticas. Simplemente hace falta voluntad política para que sean viables. No parece ser el caso del gobierno que, por el contrario, privilegia mega-proyectos hidroeléctricos, no excluye el desarrollo de un programa nuclear y proclama de interés nacional la producción de biocombustibles. Una vez más, queda al descubierto la contradicción entre el discurso del gobierno sobre los derechos de la naturaleza y su errática política energética y ambiental.